El reflejo de mi cara en el espejo, veo el maquillaje derritiéndose en mi cara, deslizarse por el lavabo e irse por el drenaje. Suspiro antes de salir del baño y despedirme de la gente con la que compartí mi lunes en San Francisco — “it was so good working with you today…" y la maquillista (ahora viendo mi cara desnuda igual que a las 8 de la mañana antes de empezar la sesión de fotos) contesta “hope you enjoy your time before your flight back to New York tonight”. Todos nos despedimos amablemente antes de básicamente escapar del estudio.
Fue un día estándar como modelo. Amanecí en un cuarto de hotel envuelta en sábanas blancas, me bañe y esperé que se me secara el cabello (hábito que adopté hace años cuando aprendí que a pesar de trabajar con estilistas profesionales, muchos no sabrían lidiar con cabello rizado). Era más fácil llegar al estudio con mis rizos pulcros y escuchar “you have gorgeous hair, I basically have nothing to do with it” y actuar como que todo fue mera casualidad. Por la ventana de mi Uber, admiro la ciudad que me rodea, Los Ángeles, Boston, Londres, Paris, Hamburgo, en este caso, San Francisco, camino a la dirección que mi agente me especificó en mi llamado. En la silla de maquillaje tomo turnos entre dar tragos a mi café y manipular mi cara para facilitar el trabajo de la maquillista. Veo hacia arriba, frunzo los labios, subo mis mejillas, llevo la mirada hacia mis pies mientras mis pestañas negras se vuelven aún más negras y llevo una conversación amistosa con Rachel, o Michelle, o Emily. Por ahí de las nueve y media, me pongo un conjunto gris y el fotógrafo toma una foto de mí con una paleta de colores, algo llamado el “gray test”. No sé exactamente de qué se trata pero tiene que ver con los niveles de exposición y sombras. Cuando mi maquillaje, cabello e iluminación son aprobados por la directora de la marca, comienza el día. Hoy fue un día de E-com, de los días más repetitivos. En el vestidor me pongo las prendas que la estilista asistente me haya colocado, al salir me pongo los zapatos correspondientes, camino al set, el fotógrafo dispara frente, detrás y algún detalle como un bolsillo o una bastilla que resalte. Al medio día comemos y regresamos al set. Prenda por prenda veo el rack de ropa haciéndose más y más corto — ese es mi reloj.
La energía de las seis o siete personas que compone el equipo sube y baja a medida de que el día pasa, usualmente compartimos historias, chistes, y casi siempre me preguntan si tengo preferencia musical. A veces me recato y digo que me gusta de todo, pero hoy no. Y es así como pasamos el día entero escuchando el álbum de Zoé, MTV Unplugged / en Vivo desde México 2010. Como se podrán imaginar, fue un día fabuloso.
Salí del estudio y comencé a caminar hacia Christopher´s Bookstore. Son apenas las cinco de la tarde y mi vuelo es hasta las diez y media, doy mis pasos sin prisa. Parte de caminar en una ciudad que no está diseñada para peatones es que, sin excepciones a la distancia que quieras caminar, es probable que vayas a pasar por una carretera o algún camino rancio. Me encuentro en la acera de un puente que pasa por encima de un freeway. No le temo a las alturas pero me vuelvo muy consciente del riesgo de tropezarme con una piedra hipotética y morir atropellada. Esto me hace caminar más despacio, un contraste a mis latidos acelerados. Tras analizar mi sensación de vértigo, concluyo que quizás sí le tengo miedo a las alturas.
El estante de libros de ficción es bastante limitado. Un “susto que me da gusto” ya que a veces entre más opciones, menos certeza obtengo. Busco un libro entre 150 y 200 páginas que pueda leer de inicio a fin en el transcurso de mi viaje de vuelta a casa, de preferencia, escrito por una mujer.
Ayer en mi vuelo de Nueva York a San Francisco, leí “Sula” por Toni Morrison. Despegando el avión leí la primera oración y aterrizando, la última. Algo que jamás había hecho. Fue como dejar de existir en mi vida, mi cuerpo, mi historia, y ser consumida, de principio a fin, por otra. Y ahora, buscaba encontrar esa sensación de nuevo. Leí la contraportada de montones de libros y quedé con estas siete opciones. Me llevé dos; el primero y el último en la foto.
Y así, la librería, la cafetería, el restaurante etíope en el que cené, el aeropuerto, el avión, el tren en camino a mi apartamento y finalmente mi cama, me vieron consumir las páginas de “I who have never known men” por Jaqueline Harpman. No voy a contar de qué se trata porque quiero que lo leas. Reconté el día que me llevó a elegir este libro porque siempre que leo algo excepcional, me siento inspirada a escribir después, por más mundano que sea.
“Quizás nunca tienes tiempo cuando estás a solas? Solo lo adquieres viéndolo pasar en los demás” pg. 160. Una frase que me recordó a algo que escribí en mis notas en Marzo de 2022…
Quedé atrapada en una dicotomía. Vivo en un mundo, y más específicamente, una vida, en la que soy sujeta a miles de testigos. Ya sea físicamente o a través de una pantalla. Mi vida, una tan compartida y entrelazada con otras… a veces me da la sensación de lujo al vivir un momento feliz a solas, y sin contarle a nadie. Lujo de la intimidad. Llevado al extremo, como lo hace la autora, convierte nuestra existencia en un sinsentido redundante. Me hace cuestionarme ¿quiénes son testigos de mi vida? y sin ellos, ¿realmente existo?
No lo sé.
Ahora me voy a lavar los dientes, terminar de pintar un cuadro que empecé hace unos días, acomodar mi alfombra nueva… sola. Pero ahora que tú, lectora, lo sabes — creaste mi existencia.
gracias Arantza! me encantó, y me encantó que te hayas unido a esta plataforma también para compartirnos un poco más de vos🫶🏼
justo en marzo, en mi club de lectura leímos el libro que te inspiró, hablamos horas al respecto, super fuerte leer a Harpman